10 años

Ya pasaron 10 años, pero decir que se fue hace poco o mucho sería injusto. En términos de lo que me queda de vida, supongo que esos 10 años son una fracción menor del tiempo que me queda por delante sin ella. Pero, como nuestra percepción del tiempo siempre es relativa, también es cierto que esos 10 años, por ahora, representan poco más de la mitad del tiempo que sí pasé con ella. Porque con ella pasé 18 años 11 meses y 27 días. O, dicho de una forma más gráfica, 18 años y 364 días.

Cuando pienso en una foto suya, pienso en la última que le saqué yo, agarrada de la mano de él, recién salidos del hospital, intuyo que con poca certeza de la realidad en la que estaban inmersos. Sobre todo ella, que, con su enfermedad, había días en los que ni siquiera sabía cuál era la realidad. Pero ahí estaban, sonriendo, agarrándose de la mano. Sin pensar en qué pasaría. Porque, a esa edad, ¿quién se preocupa por lo que pueda estar más lejos de mañana?

La segunda foto es esa en la que está subida a un caballo. Recuerdo poco de esa tarde, pero sí sé que todos nos sacamos una foto arriba del caballo. No sé dónde quedó la mía, si se perdió ni siquiera me importa, pero sí estoy seguro de que tengo su foto, con esa expresión serena y tranquila que siempre me dio paz.

Está esa foto de más joven, varios años atrás, en la que sale entre sus flores. Y recordarla feliz me hace feliz a mí. Tengo esos recuerdos de mucho más chico en los que estaba todo tan florecido, todo tan colorido, todo tan cuidado. Las mañanas y las tardes entre todo ese frescor que dan las plantas bien crecidas.

Hay dos dolores que me quedan cuando traigo todos los recuerdos a mi memoria y repaso mentalmente todas esas fotos.

El primero, extendido en el tiempo y el espacio, es no tener ninguna foto con ella, al menos no de grande. Ninguna foto abrazándola, sonriendo, creyéndola eterna, creyendo eterno ese abrazo.

El segundo, mucho más puntual, es no haberla podido despedir hace 10 años. Por eso le sigo escribiendo, por eso me sigue doliendo. Por eso puedo recordarla cuando siento el olor a tierra mojada, cuando como fideos con mucha manteca o cuando desayuno tortitas con manteca y dulce de leche. Por eso he seguido soñando con ese abrazo que no tengo inmortalizado en ninguna foto. Ese abrazo tan vívido, que puedo revivir si cierro los ojos y me concentro y sentir el olor de su pelo y el tacto de su piel. Y escuchar su risita y su voz llamándome o retando a alguien enojada.

Por todo eso sigo llorando casi siempre que escribo o recuerdo, cada vez que pienso cómo habría vivido los años que vinieron en mi futuro, cómo habría recibido su bisnieto, cómo habría acompañado mis alegrías, cómo me habría seguido mañoseando. Cómo me habría retado cada vez que me pelaba o cada vez que me dejaba el pelo largo de más. Cómo me habría abrazado cada nueva vez que llegara a verla. Cómo habría disfrutado yo de su compañía ya de grande, no siendo un adolescente.

Me encantaría saber cómo habrían sido seguir viviendo todo eso a su lado. Y por eso le voy a seguir escribiendo.

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