Margarita
Desolación. Eso es todo lo que ve al frente. El piso agrietado, un sol abrasador en un cielo sin nubes. Un horizonte sin otro paisaje que la imagen que tenía frente a sus ojos. En realidad, a cualquier lado donde se girara veía la misma desesperanza.
Cuando salió en esa expedición en busca de los aventureros perdidos junto con su grupo de rescate no creía la leyenda de que el desierto estaba maldito. Al fin y al cabo había entrado incontables veces y nunca le había pasado nada. Pero nunca se había adentrado tanto. Su parte racional le decía que era lógico que tan adentro del desierto el paisaje estuviera tan destruido y la crueldad del ambiente le hubiera ganado. Pero después de tantos días con el sol golpeando en su cabeza sin piedad ni protección, terminaba creyendo que la maldición había caído sobre él y sobre todos sus compañeros muertos.
No sabía ya qué más hacer. Sabía que no le quedaba mucho más tiempo. Se le había acabado el agua y las provisiones y había ido dejando bolsos en el camino porque no representaban más que una carga. ¿Estaba escuchando buitres? Estaba alucinando, nunca había visto buitres en el desierto. Pero tampoco se había adentrado hasta acá. Y nunca había dejado tantos cuerpos atrás. Nunca había dejado ningún cuerpo atrás. Y nunca estuvo tan cerca de ser carne para carroña. Avanzó algunos metros más. No hacía ni una hora que se había levantado. Además, sabía que si se tiraba sabía que no se volvería a levantar.
A lo lejos vio un color que desentonaba con el paisaje. Era un verde. O un amarillo. Un color demasiado vivo entre tanto gris y marrón. Un haz vivaz entre tanta luz apagada. Corrió, aunque eso significa gastar sus últimas energías. Corrió hasta tener ese reflejo tan cerca como para identificarlo. Ahí, del medio de una grieta salía un tallo. Un tallo fino y flaco, y alto para su contorno, con una flor con pétalos blancos rodeando un centro amarillo. Como si fuera una margarita, aunque allí no crecieran margaritas. Se preguntó si estaba alucinando después de tanto calor, tanta hambre y tanta sed. Se agachó y de cerca todavía se veía bien real. Se tiró al suelo aún sabiendo que no se volvería a levantar. Pero quería verla de cerca, poder observar sus detalles, tocarla y acariciarla. Casi que estaba convencido que era una margarita. Una margarita en el lugar más inhóspito para cualquier flor traicional. Comenzó a enfocar sus ojos y pudo ver las nervaduras que cruzaban las hojas, tan finas y delicadas como si estuvieran pintadas. Intentó contar los pétalos, pero siempre se perdía. Aunque estaba seguro que eran impares. Y si no eran impares, en su cabeza eran impares. Nunca había tenido una margarita con pétalos impares, así que esta los tenía.
Su vista se empezó a nublar. Su pensamiento todavía no, pero sabía que eso pasaría en unos segundos, así que decidió acomodar su cabeza de forma tal que quedara enfocando el centro amarillo y los pétalos blancos, con el azul del cielo como marco. Decidió que no le importaba si era una alucinación. Decidió que, en ese momento para él, la margarita era real. Si eso era lo último que veía, al menos la última mirada valdría la pena.
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