Pesadillas

Dicen que verbalizar en parte es exorcizar lo que tenemos dentro, pero lo que tengo dentro es tan horroroso que no puedo ni mencionarlo sin entrar en una crisis.

A veces siento que la guerra no me hizo tan mal, pero cuando duermo, los fantasmas vuelven a mi cabeza. Aunque, ojalá fueran fantasmas, porque en realidad son recuerdos. Los recuerdos más horrorosos que puede tener alguien cuando intenta dormir.

En el momento en el que cierro los ojos, lo primero que escucho son disparos, y acto seguido, gritos. El mayor problema reside en el hecho de que, en mayor o menor medida, los gritos de un soldado herido deberían ser "normales". Pero los gritos de civiles, no. Y menos si es esos civiles son niños. No hay nada más desgarrador que un grupo de civiles aterrorizados ante una oleada de disparos, incluso si ninguno resulta herido. El miedo ante una ráfaga de balas o el ruido de bombardeos sobrevolando la ciudad de esparce con el fuego en un reguero de pólvora.

El asunto es que en algún momento el sueño termina por ganarme. No porque pueda dormirme, sino porque mi cuerpo y mi cerebro no aguantan más la vigilia. Y al momento de dormirme comienzan las pesadillas.

Alguna vez escuché que el terror más horroroso que existe es el que sabemos que puede ser real. Por eso mis pesadillas son las peores pesadillas que puede tener alguien, porque comprobé en primera persona que todo ese terror es real. Escuché los gritos desoladores de compañeros de tropa mutilados por una mina, una bomba o una esquirla; rostros destruidos por completo por una bala que hizo todo el daño posible sin llegar a matar; personas que no sabían que estaba muriendo mientras se desangraban por alguna extremidad faltante; la desesperación en la cara de quien moría y de quien trataba de salvar. Recuerdo por completo, con los innecesarios detalles que pueblan mi memoria, el olor y el sabor del hierro de la sangre propia y ajena; el dolor de uno, dos, tres balazos seguidos; el sentir que mis brazos, mis piernas, mis ojos, mi boca no respondían.

Y esas son las noches más tranquilas. Porque cuando no es el cansancio el que me gana, cuando puedo dormirme por motus propio o gracias a la medicación, es cuando paso las peores noches, cuando revivo las peores experiencias, cuando mi mente desbloquea los recuerdos de haber sido prisionero de guerra. Habitando esa celda de 1x1 donde apenas si podía moverme parado, donde vivía rodeado de mi orina y mis excrementos, en ese piso donde nos tiraban la comida dos veces o tres veces por semana, simplemente para que no muriéramos. Esos eran los mejores momentos, porque estaba a salvo de las torturas, de sentir las patadas de corriente asolando mi cuerpo desde todos todos los rincones, de los ahogamientos simulados, de los azotes sobre la piel desnuda, magullada y lacerada. A veces buscaban información, indagaban sobre secretos e inteligencia de nuestro ejército. Otras veces lo hacían por puro placer, con saña y crueldad para regocijarse sobre el poder de ser captores.

Si no puedo verbalizarlo, al menos intentaré escribirlo cada noche para que al dormir el terror haya quedado en estás palabras.

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