Un detective en aislamiento

Sonó el despertador y se levantó desganado. Puso la cafetera a funcionar y decidió bañarse para tratar de levantar un poco el ánimo, aunque no tuviera que ir a ningún lado. Salió, se lavó los dientes y se vistió. Se sirvió una taza de café que le supo a tierra, mordió una factura que le supo a vieja. Eran tiempos de crisis. Desde que empezó el aislamiento obligatorio el trabajo había caído estrepitosamente. ¿Quién iba a querer investigar a alguien si nadie podía salir? ¿A quién podía perseguir si ni siquiera él podía salir más que un rato en la semana?

Había intentado reinventarse y consiguió el contacto de algunas personas con experiencia en informática, redes, internet. Claramente por su profesión tenía contactos con recursos oscuros, pero nunca había pasado de pedir más que alguna falsificación. Si bien sabía que era delito, él consideraba que no dañaba a nadie. “Es un robo que no tiene víctima... como pegarle a alguien en la oscuridad”, repetía siempre en su cabeza ese chiste de Los Simpson que lo reconfortaba de varias maneras. Y sí, era detective privado, investigaba personas, las seguía y recolectaba información que seguramente querían esconder, pero su trabajo no era ilegal. El problema era que ahora estaba cruzando una raya de la ilegalidad que nunca se había animado a cruzar. Y eso lo había ayudado a mantenerse a flote. Pero con un costo que pensaba nunca iba a pagar, el transgredir ciertos principios profesionales. Lo que más lo atormentaba era cómo iba a continuar cuando todo “volviera a la normalidad”. Tenía a su disposición un abanico de posibilidades y contactos que había jurado nunca usar porque no era el tipo de trabajo que llevaba a cabo. Eso le había dado un nombre dentro de la profesión. Y ahí estaba, usando a las escondidas uno de sus recursos prohibidos.

Pensaba en todo esto con la taza de café a medio beber en una mano y la factura a medio comer en la otra. Ni siquiera había se había sentado, estaba parado al lado de la cafetera con la vista fija en esa pared con manchas de humedad cuyos dibujos tanto lo atraían. Hacía varios días que deseaba saber cuál era el camino a seguir, ahora y en el futuro. Su celular sonó detrás de él y lo sacó del trance. Eran dos correos electrónicos.

El primero lo enviaba uno de sus contactos de confianza que le había mandado un nuevo certificado de circulación con otro nombre. Por fin había conseguido el certificado más preciado, como trabajador de salud, que era el mejor salvoconducto de todos. Desde que comenzó todo había decidido tener varios por si acaso, nunca sabía cuándo necesitaría salir y qué excusa debería poner. Y este no le había salido barato, pero valía la pena. Al fin y al cabo, su trabajo no era esencial aunque para él lo fuera.

El segundo correo era de un remitente desconocido y llevaba como asunto “Confidencial”. Lo abrió y su entusiasmo comenzó a crecer a medida que leía. Estaban buscando a un profesional de renombre y sin prontuario para un trabajo difícil, pero bien pago. El único problema, decía el texto, era que iba a tener salir mucho porque no podía resolverlo a través de internet. Sus ojos se iluminaron y corrió a prender su computadora. Comenzó con las investigaciones pertinentes que debía hacer antes de salir e imprimió su certificado de circulación. Volvió a la cocina en busca de su teléfono, las llaves y el tapabocas. Bebió el último sorbo de café y comió lo que quedaba de factura. Ya no sabían a tierra ni a viejo.

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