Tu abuela es el lobo feroz
"Tu abuela es una bruja", "tu abuela come animales muertos", "tu abuela hace gualichos", "tu abuela es el lobo feroz". Me cansé de escuchar esas frases en mi infancia. Y lo peor es que lo único que podía hacer era agachar la cabeza con tristeza y miedo. Vivíamos en un barrio pobre en los bordes de la ciudad, allá donde termina la "civilización" y empieza el campo. En esos lugares donde los rumores se mezclan con supersticiones, las supersticiones con mitos urbanos, los mitos urbanos con las historias del campo y las historias del campo con mitos pseudo-religiosos. Y de esa mezcla surgen leyendas.
El punto es que el centro de todas esas leyendas estaba en la última casa del barrio. Esa casa arruinada por el tiempo, sin ventanas visibles por delante y con una puerta doble: una de madera mohosa y otra con una tela mosquitera que chirriaba y se golpeaba por las noches. Esa casa que no tenía vecinos porque era la única de esa manzana y cuyo patio parecía la montaña porque era lo único que se veía atrás. Los únicos que se acercaban eran los animales, para morir. Parecía tener un magnetismo para eso. Todos los meses aparecían dos o tres perros nuevos en el barrio que terminarían muriendo en la entrada de esa casa y al otro día ya habrían desaparecido.
Muy pocas veces había visto personas acercarse allí, y casi siempre había sido mi padre o mi madre. Al fin y al cabo era mi abuela. Y allí salía ella, con sus pelos grises, sus vestidos desvencijados, sus pantuflas marrones y su cara de fastidio con las visitas. Nunca conocí a mi abuelo, él era otra fuente de leyendas en el barrio porque de un día para el otro desapareció. Cuando le preguntaron a mi abuela dijo que había muerto y nunca más lo mencionó. A ella nunca la vi salir de allí, sus compras las hacíamos con mi familia y luego se las llevaban hasta su casa.
Odiaba los tres o cuatro días al año en que tenía que ir a esa casa. Mi cumpleaños, su cumpleaños, Navidad o Año Nuevo, quizás algún día de la madre. De cierta forma, yo era una especie de “privilegiado” entre mis amigos porque “conocía” esa casa por dentro. Lo cual era casi una mentira. Yo conocía el comedor, la cocina y el baño. Y sabía que la puerta frente del baño era la habitación de mi abuela. Pero también sabía que había algo más. El día que me animé a preguntar casi me dan una cachetada por insolente y mal educado y me advirtieron que nunca me atreviera a volver a mencionar algo así. Nunca más pregunté nada sobre ella ni sobre la casa, aunque yo sabía.
Pero volviendo a mis amigos, también odiaba ir a esa casa por ellos. Cada vez que iba pasaba una semana escuchando las mismas preguntas y repitiendo las mismas respuestas. El comedor estaba decorado con caretas extrañas (hechas de paja y cosidas a mano con hilo rojo) y un cuadro extraño que nunca entendí, arriba de una chimenea que nunca vi encendida, pero de la que todas las noches salía humo. La cocina era un pasillo diminuto donde apenas si cabían dos personas y siempre tenía un olor extraño (de grande supe que era olor a sangre). Y esa cocina-pasillo daba a dos puertas. El baño (con paredes de tierra, sin ventilación y olor a viejo) y la puerta de su habitación que siempre estaba cerrada con llave.
Nunca fue amable conmigo, siempre tenía su rostro de disgusto que le marcaban las arrugas y las verrugas, un tono de voz ronco y arrastrado que me daba una sensación de inseguridad y un mal aliento que me alcanzaba a la distancia que estuviera. Si me sorprendía mirándola me gruñía con una sombra en el rostro y más de una vez creí ver sus dientes creciendo. Pocas veces escuché rasguños en la puerta de su cuarto y cuando me giraba a ver ella me pegaba un grito inentendible y comenzaba a decirle a mi padre o madre (quien estuviera más cerca) que me educaran mejor para no meterme donde no me correspondía. Las comidas siempre sabían a tierra y nunca ofrecía nada más que sopa de pollo, papa y arroz. Y siempre para finalizar las visitas, mi abuela le exigía a mi padre que el día de su muerte la enterrara en el patio (“en ese lugar que vos ya sabés”) porque si no lo hacía se iba a arrepentir por el resto de su vida. Cada vez que la escuchaba decirlo se me revolvía el estómago y tenía que ir al baño porque me daban ganas de llorar. Acto seguido, yo salía y nos íbamos para regresar en la siguiente fecha designada.
Cuando murió escuchamos toda la noche el ladrido de mil perros en el barrio. Esa noche nadie durmió, pero tampoco nadie se atrevió a salir a la calle. Mucho menos, acercarse a esa casa que para todo el mundo estaba maldita. Mi padre se encargó al otro día de buscar su cuerpo y darle sepultura en el patio, en ese lugar que él ya sabía. A mi madre le tocaron los papeles y los trámites y luego de eso, nunca nadie más volvió a entrar. Han pasado 35 años y cada vez que voy a visitar a mi familia me da un escalofrío al mirar en dirección a esa casa y siento instintivamente su grito inentendible para decirme que no tengo por qué mirar lo que no me interesa mientras recuerdo esas voces que gritan "tu abuela es el lobo feroz".
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